Noviembre nunca dejará de ser especial. En él, amén de desaparecer los “últimos recuerdos del verano” se impone, con fuerza, la conciencia de que la vida es finita, recordamos a quien “nos falta” y, además, estamos en la antesala de una esperanza cierta que reconocemos como Adviento.

Cuando pensamos en la despedida de quienes tuvimos cerca en la tierra, como cristianos sabemos que se trata de algo más que una costumbre o rito ancestral que se pierde en la noche de los tiempos. Poco a poco, nuestra vida y nuestra fe maduran, precisamente, gracias a un convencimiento –palpable– de que todo no concluye aquí y de que la vida, para ser comprendida y celebrada, ha de mirarse desde la perspectiva de la eternidad. Es la realidad la que va haciéndonos capaces de entender el valor de la existencia más allá de los espacios y los tiempos; mucho más lejos de los logros y deseos que quedan cerrados y reducidos a este corto espacio de tiempo que llamamos vida.

La coherencia de quien vive en fe ha de mostrarse en la capacidad para la relación, en el compartir sincero y en la acogida de quien con nosotros hace camino. La vida solidaria y abierta a las necesidades del prójimo, paradójicamente, se convierte en un legado claro para comprender qué significa la trascendencia, para hacer posible el cielo en la tierra, preparándonos juntos, en comunión, para una experiencia donde no habrá más llanto, ni luto, ni pena.

Probablemente, nuestro mundo de logros y satisfacciones, con su búsqueda constante de garantías de seguridad para el ser humano, huye de todo lo que tenga que ver con la certeza de que la vida humana tiene un final. La palabra muerte desaparece de nuestro modo habitual de expresarnos y relacionarnos. Algo que por no ser pronunciado pensamos que no existe, que no se va a producir. Desde la fe, sin embargo, sabemos que la mirada adecuada de la muerte es desde la vida, desde el valor de la existencia como experiencia de fe. Así, entendemos que, en realidad, todo forma parte de quien es la expresión de un amor sin fisuras: Dios, que ha hecho una opción irreversible por el hombre y la mujer y tiene, para ellos –todos nosotros– una propuesta plena de eternidad.

Recrear la vida en el amor no consiste en hacernos extraños a la normalidad. Pensar en la eternidad no es una vida en las nubes sin pisar realidad. Vivir en fe es experimentar la hondura de lo que significa vivir, creer y amar, porque son la misma experiencia. Por eso, cuando recordamos a nuestros seres queridos, los que nos han amado y hemos amado, los que nos han enseñado y acompañado hasta ser las personas que somos, sentimos con fuerza un amor que va más allá de la ausencia y la fragilidad. Cuando alguien quiere de verdad, nos viene a decir Jesús de Nazaret, significa que “tú para mí no morirás nunca”. Y esa sí que es una propuesta certera de vida y de proyección para comprometernos, cada día, y hacer posible un mañana de esperanza.

Ser cristiano pasa, cada vez menos, por aislarnos en ritos que alejan y, cada vez más, en celebraciones que acercan, explican y acogen. Ser hombres y mujeres que celebran la vida y que la viven con intensidad nos pide cuidar el instante, recrearlo para que sea pleno y tratar de leer la realidad desde el sentir de Jesús el Mesías. La antropología, cuanto más sencilla y transparente, mejor capacita para reconocer como fuente e inspiración al mismo Dios que, desde su eternidad, desde siempre y para siempre nos susurra: “Tú eres mi hijo, yo te he engendrado hoy”.

 

Francisco Javier Caballero, CSsR

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