Como cada año, el mes de octubre nos recuerda a los misioneros. Los hombres y mujeres que abandonaron su casa para llevar a Jesús a otras tierras, a otras gentes… Dicen las estadísticas que España tiene más de 13.000 misioneros esparcidos por el mundo… ¡Cuánta gratuidad regalada, cuántas vidas cargadas de sentido y dadoras de sentido! Y así, los misioneros y misioneras van llevando a un Jesús y a una Iglesia-creíble, porque lo que ofrecen es su propia vida.

Mientras tanto, en Occidente, no somos capaces de dejar de pensar en nosotros mismos; en nuestra seguridad (nos sentimos invadidos por “parias” de todo el mundo); en nuestro bienestar (tenemos que ser más ricos) y, en definitiva, en nuestro “ombligo particular y común”, creyendo que a más “yo”, más felicidad. ¿Estaremos, como sociedad, enfermos de narcisismo?

Es curioso cómo, en los propios ambientes eclesiales, los cristianos nos hemos introyectado los valores del éxito perpetuo y en continuo crecimiento. Cómo exhibimos nuestras exitosas carreras sin el más mínimo pudor. Cómo una vocación de servicio la convertimos en autoservicio sin tan siquiera ponernos colorados.

Y olvidamos que a nuestro Dios, al Dios de Jesús de Nazaret, nada le importan nuestros triunfos. El Jesús vulnerable, que se dejó morir en una cruz por nosotros, lo hemos convertido en un “dios-éxito”. Y así, o como consecuencia de ello, hemos olvidado a tantos “fracasados” de la tierra. Tantos desposeídos, pobres, refugiados, prostitutas y mendigos que no tienen qué llevarse a la boca, no solo en el mal llamado tercer mundo, sino en el nuestro propio. A Jesús, el revulsivo de conciencias, el revolucionario, el que supo acoger a pecadores y “señalados”…, lo envolvemos en un discurso políticamente correcto tan de moda y lo callamos, lo dejamos sin voz. Quizá, como señala el papa Francisco, esta sea la verdadera crisis de la Iglesia o de la humanidad.

Me pregunto qué pensarán esos misioneros, muchos de ellos mayores, cuando vuelven a nuestro país y nos ven tan despistados.

Me pregunto qué pensarán esos misioneros, muchos de ellos mayores, cuando vuelven a nuestro país y nos ven tan despistados. Quizá sería el momento de decirles que les necesitamos, que este, también mal llamado, primer mundo está urgido de ser evangelizado de nuevo, que añoramos a ese Jesús pescador y andariego, que supo inocular en sus discípulos una inquietud maravillosa que rompía todo éxito y trascendía cualquier ego. Solo profundizando en la propia vocación cristiana podremos ser solución para nosotros mismos. Solo dejándonos tocar por Jesús podremos despertar de este letargo dulce y ególatra. Solo olvidándonos de nosotros mismos podremos salvarnos.

 

Francisco Javier Caballero, CSsR

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