Algún día tendremos que detener este afán nuestro de querer controlarlo todo. Las personas de este siglo queremos una seguridad que nos excede. No es sino el antiquísimo impulso de querer “ser como Dios”. Ahí radica el pecado y la soberbia, el dolor, la insatisfacción y el final. A la postre, la condición humana es nuestra mejor garantía para crecer y soñar, para esperar y cambiar.

Al iniciar un nuevo año todo parece que puede ser nuevo, aunque, inmediatamente, lo condicionemos con posturas y prejuicios del pasado. Es nuevo cuando levanto el juicio y el desprecio, o silencio a quien teníaolvidado. Es nuevo, también, cuando inauguro actitudes que acercan al otro en lo que es y necesita. Empiezo un año nuevo cuando actúo, de una buena vez, en coherencia con aquel principio evangélico que, de momento, solo guardo para la teoría o para la reunión del grupo parroquial, o para escribir un editorial como este. Es nuevo, si creo que puede serlo y comprometo mi existencia para una experiencia tan humana y divina como es facilitar que se encarne y tome cuerpo.

Quisiera que a este año le dejásemos que sea. Que discurra y crezca. Que avance y no nos devuelva a cosas sabidas y gastadas. Que sea nuevo y traiga la novedad. Que acerque y rompa barreras. Que acabe con los prejuicios y desprecios. Que abra puertas, de verdad, y antes, corazones. Que acerque a los distantes y encuentre a los perdidos. Quiero un año nuevo que no cueste dinero y solo lo disfruten los que más pueden o los que menos comparten. Un año en el que cada quien pueda soñar y despertar del sueño, viendo que es vida y real aquello que tanto le apasiona. Porque los sueños, cuando son de Dios, siempre traen el cambio, la novedad y la fiesta.

Mi propia felicidad solo será real, si la dejo que sea, también, para los demás

Quiero un año nuevo y dejar que así sea. No quiero condicionarlo, pidiéndole lo que no puede dar. El año nuevo es solo el campo de juego donde Dios propone, anima, acoge y responde aquello que las personas vamos descubriendo en la sorpresa de la vida. Por eso quiero un año nuevo lleno de nombres, cuantos más mejor. Un año con rostros e historia, porque la novedad no quiere saber nada del anonimato. Un año en el que me arriesgue a conocer, porque eso es  cambiar. No quiero predisponer ni pedir; mucho menos, sospechar dónde y de qué modo tiene que hacerse y proponerse la felicidad. Quiero un año nuevo en la sorpresiva sorpresa de Dios. Por eso, opino que el mejor año es aquel al que le dejamos que sea. Nos dejamos acunar en quien todo lo sabe y tratamos de responder con paz, sabiendo que mi propia felicidad solo será real, si la dejo que sea, también, para los demás.

Francisco Javier Caballero, CSsR
director@revistaicono.org