Hemos reiterado que la verdad de la fe no está lejos de la verdad del ser humano. Creer, por ello, forma parte de la persona cuando ésta se piensa en su posibilidad y finitud. Lo que ya no es tan cercano a la humanidad son las formas de expresarlo y celebrarlo que, a lo largo de los siglos, hemos ido creando.Tan injusto es proponer en nuestro tiempo formas cansadas y agotadas en la celebración, como formas que, deudoras de corrientes efímeras, desvirtúan tanto el misterio que lo reducen a puro gesto social.

La clave, como en tantas cosas de la vida, está en el sentido común. Y es que la Pascua como expresión mejor y mayor del reconocimiento de la persona en Dios, también necesita sentido común, normalidad, vida y, por supuesto, fe. Por eso, en esa reivindicación de la persona como capaz de entrar en la nueva vida, que es la Pascua, es bueno acercarnos a la realidad de nuestro mundo que sigue expresando que está guiado y orientado por su Espíritu. Cuando vemos que hay hombres y mujeres que gastan su tiempo para que otros disfruten; o madres que se quitan un bocado pensando en sus hijos; o jóvenes que han descubierto el sentido de la vida ayudando; o personas anónimas que comparten sus bienes sin anuncios ni reclamos…Cuando leemos la vida desde su rostro como encuentro de Dios y el ser humano, la leemos en clave de Pascua, en clave de posibilidad.

Muchas veces nos encontramos con personas con una vida privada complicada. Con situaciones

poco convencionales. Son aquellos y aquellas a los que Jesús invitaba a la mesa. Los que no encajan en las escenas ordenadas, donde todo está limpio y feliz. Pues muchas veces, esas personas, son las que nos transmiten mejor el signo de la Pascua, porque ésta es especial luz en ambientes de oscuridad. Pascua es el contraste, el canto de lo que, a todas luces, parece imposible. Pascua es la fiesta de los incomprendidos y solos; de quienes no esperan ya otro calor que el que

puede ofrecerles quien es todo bien para los débiles.

No sé, –o sí lo sé– por qué me viene a la mente una historia que me contó hace tiempo un amigo sacerdote. Me dijo que, hace unos años, en una ciudad de España donde trabajaba en una parroquia le avisaron de un funeral. Solo le dijeron que se trataba de una mujer, nombre y un apellido, un apodo «Magdalena » y una edad, 77 años. El cadáver vendría directamente del depósito al cementerio. No había funeral, ni familia que la despedía, ni esquelas ni flores. Una mujer sin historia. Cuando se acercó al cementerio, se encuentra tres mujeres que esperan. Una de ellas se acerca y le dice: vivió sola, murió en la calle, fue buena. La segunda le susurra: fue prostituta porque

tuvo una vida muy complicada y la tercera, muy emocionada, le expresa: fue una gran mujer, nunca se guardó nada para sí, en el barrio nunca nos faltó su ayuda y su pan… Que sepa que ella deseaba este día… encontrarse con Él, cara a cara y, por fin, saber lo que era el descanso, la vida y la Pascua… Finalmente, tras las oraciones de despedida, las tres comentan: podríamos estar muchas más aquí, la mayoría sintió vergüenza. Todavía pensamos que «estas cosas» no son para nosotras.

Pascua es la fiesta de los incomprendidos y solos; de quienes no esperan ya otro calor que el que puede ofrecerles quien es todo bien para los débiles

Cada día estoy más convencido que Pascua es cambiar y lograr que «estas cosas»: la vida, el don de la fe, la celebración, el reconocimiento, la acogida de Dios sean y lleguen a todos, especialmente a aquellos y aquellas a quienes, durante años, se los hemos negado.

Francisco Javier Caballero, CSsR

director@revistaicono.org