Acabamos de celebrar la Semana Santa y, ante nosotros, casi sin darnos cuenta, se abren las puertas de la Pascua.
Comienza así un tiempo de luz y resurrección, de encuentro -como el de Emaús- que construye y dignifica; que nos devuelve tantas preguntas y solo una certeza. Quizá el acontecimiento de la resurrección nos deja un poco desorientados, casi sin palabras. No atisbamos a reconocer o a poner nombre… y nuestras expresiones pascuales se tornan escasas o poco significativas litúrgica y existencialmente.
Convertimos la resurrección en un punto de llegada o casi, mejor dicho, en un punto final.
Sin embargo, tendría que ser el lugar desde donde todo nace y se renueva: la fe, el sentido, la confianza, el amor… Y es que nos cuesta visualizarnos en el triunfo de la vida como clave comprensiva de nuestra existencia; la resurrección no solo como futurible, sino como luz que ilumina y acontece en todo presente. Reconocernos todos invitados a un banquete, el banquete pascual; sentirnos abrazados por un Padre Misericordioso; beber de un agua que calma la sed para siempre… acostumbrarnos a la novedad de la Pascua es hacer pedagogía de Presencia y anuncio de esperanza.
Y es que como dice el Papa Francisco: “Hay cristianos cuya opción parece ser la de una Cuaresma sin Pascua” (Evangelii Gaudium n. 6).
Necesitamos contagiar una alegría que nace del convencimiento pascual. Hacer que entre nosotros despierte la esperanza a pesar de los avatares y sin sabores de la vida. Alegrarse es saberse convocados al plan de Dios para con la humanidad… es intuir el presente en clave de reino. Ahondar en la experiencia pascual es un reto para nuestras comunidades y parroquias que, a veces, miran demasiado al pasado y olvidan que la luz solo ilumina el presente.
Pero, cuidado, hablar de alegría no es hacer apología de la frivolidad. La alegría es, ante todo, una experiencia primera de sentirse cuidado y amado por Dios. De sentirse redimido, valorado y aceptado por el Dios Padre que todo lo ha creado porque todo lo ama. No es, por tanto, una alegría nerviosa o cómica, cínica o fingida o patológica … es la que nace del corazón y viene para quedarse y acompañarnos: «Si Dios Está con nosotros, ¿Quién estará contra nosotros?… ni la muerte, ni la vida… ni ninguna cosa creada podrá separarnos del amor de Dios…” (Rm 8, 32.38).
La simbología pascual nos habla de flores, de luz, de agua, de pan partido, de música, de paz, de misión… y, sobre todo, de testigos pascuales que quieran y sepan anunciar profética-mente que Cristo resucitado ha abierto ya un camino de libertad, de armonía y de justicia para todos los pueblos y comunidades de la tierra. La experiencia de pascua no nos aleja del sufrimiento ni nos evade de la realidad, sino que nos hace más conscientes de que en Él todo se hace nuevo y mejor, porque todo en Él se hace por amor.
¡Feliz Pascua!
Francisco Javier Caballero, CSsR