Es indudable que en la Iglesia hacemos cosas. Y, en conjunto, las hacemos bien.

Ver discurrir las agendas anuales de nuestros encuentros, convocatorias, anuncios y celebraciones es pensar en un sinfín de rostros, proyectos, esfuerzos y entrega… mucha entrega.

A veces me pregunto si somos conscientes de todo lo que vivimos. Si protagonizamos el tiempo o es él el que nos va dirigiendo. Nos pasa lo mismo cuando pensamos en la propia vida, cuántos acontecimientos se suceden en la existencia sin que lleguemos a ser plenamente conscientes de lo que provocan en nosotros.

La clave de todo ello está en el arte. El estilo. La unción. El Espíritu. Lo nuestro no es una ONG, aunque nuestro actuar pueda inspirarlas; no somos un grupo reivindicativo al uso, aunque la justicia nos come literalmente por dentro; no somos un centro de ayudas, aunque no existe la fe sin compromiso con quien llora… No somos espacios de animación socio-cultural, aunque nuestras convocatorias han de cuidar la alegría y la vida compartida. Así podríamos seguir haciendo un listado de todo lo que nuestras comunidades y/o grupos cristianos no son. ¿Dónde radica la diferencia? Pues en la raíz, el origen y el sentido.

Hemos nacido a la luz de la resurrección y hemos nacido bajo la inspiración del Espíritu para ser una propuesta de luz y una ofrenda de encuentro que sane y salve. Lo nuestro es ser hombres y mujeres del Espíritu, que no quiere decir desentendidos de los compromisos del mundo, pero sí quiere decir que lo nuestro es apoyar el bien sin protagonizarlo, impulsar el cambio sin dirigirlo, ayudar a curar tantas heridas sin erigirnos en aquellos sanos y sanas que miran con superioridad y distancia.

Tener arte y ser portadores del Espíritu nos ayuda a dar vida a la misión, a no uniformar, ni juzgar. Sin duda el rasgo más elocuente de la carencia del Espíritu es la actitud perfeccionista que constantemente necesita señalar y anunciar lo negativo que ve en los otros. El Espíritu es la comunión, la fraternidad, la acogida y el perdón.

Somos del Espíritu cuando nuestro reloj o urgencia no lo marca el impulso sino el amor; cuando no vivimos defendiéndonos sino arriesgándonos; cuando dejamos de pensar en nosotros para que puedan entrar infinidad de nombres en nuestro corazón haciéndonos ricos en solidaridad. Somos del Espíritu cuando entramos en la disciplina del discernimiento y nos preguntamos qué busca Dios, qué nos propone, qué necesita el Reino y qué puede hacer bien a los demás… Porque el discernimiento siempre se logra en clima comunitario y nos devuelve a la verdad de la comunidad.

Sí, en este tiempo de Pascua que nos conduce hacia Pentecostés, hemos de pedirnos y acoger el don del Espíritu. Aquel que amplía nuestra visión y esperanza; aquel que nos impulsa a dar lo mejor de nuestras vidas para la construcción de un nosotros de fe. Aquel que nos libera del miedo y nos devuelve la gracia. Aquel que hace de nuestros grupos, comunidades y parroquias, encuentros de gente con arte, gente con fe.

Francisco Javier Caballero, CSsR