“Cuando llegó la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer” (Gá 4,4)
¿Qué significa el que Jesús naciera en la “plenitud de los tiempos”? En el momento del nacimiento de Jesús, el emperador Augusto había llegado al poder después de haber combatido cinco guerras civiles. Israel había sido conquistado por el Imperio romano y el pueblo elegido carecía de libertad. Para los contemporáneos de Jesús esa no era, en modo alguno, la mejor época. La plenitud de los tiempos no se define desde una perspectiva geopolítica.
La plenitud en un niño pequeño
Se necesita, pues, otra interpretación, que entienda la plenitud desde el punto de vista de Dios. Para la humanidad, la plenitud de los tiempos tiene lugar en el momento en el que Dios establece que ha llegado la hora de cumplir la promesa que había hecho. No es la historia la que decide el nacimiento de Cristo, sino que es más bien su venida en el mundo la que hace que la historia alcance su plenitud. Por esta razón, el nacimiento del Hijo de Dios señala el comienzo de una nueva era en la que se cumple la antigua promesa… La plenitud de los tiempos es la presencia en nuestra historia del mismo Dios en persona. Ahora podemos ver su gloria, que resplandece en la pobreza de un establo, y ser animados y sostenidos por su Verbo, que se ha hecho “pequeño” en un niño. Gracias a él, nuestro tiempo encuentra su plenitud. También nuestro tiempo personal alcanzará su plenitud en el encuentro con Jesucristo, el Dios hecho hombre.
Sin embargo, la plenitud de los tiempos parece desmoronarse ante la multitud de formas de injusticia y de violencia que golpean cada día a la humanidad. A veces nos preguntamos: ¿hasta cuándo la maldad humana seguirá sembrando la tierra de violencia y de odio, que provocan tantas víctimas inocentes? ¿Cómo puede ser este un tiempo de plenitud, si ante nuestros ojos muchos hombres, mujeres y niños siguen huyendo de la guerra, del hambre y de la persecución? Un río de miseria, alimentado por el pecado, parece contradecir la plenitud de los tiempos realizada por Cristo. Y, sin embargo, este río en crecida nada puede contra el océano de misericordia que inunda nuestro mundo. Todos estamos llamados a sumergirnos en este océano, a dejarnos regenerar para vencer la indiferencia que impide la solidaridad y salir de la falsa neutralidad que obstaculiza el compartir. La gracia de Cristo, que lleva a su cumplimiento la esperanza de la salvación, nos empuja a cooperar con él en la construcción de un mundo más justo y fraterno, en el que todas las personas y todas las criaturas puedan vivir en paz, en la armonía de la creación originaria de Dios.
María icono de paz
Al comienzo de un nuevo año, la Iglesia nos hace contemplar la maternidad de María como icono de la paz. La promesa antigua se cumple en su persona. Ella ha creído en las palabras del ángel, ha concebido al Hijo, se ha convertido en la Madre del Señor. A través de ella, a través de su “sí”, ha llegado la plenitud de los tiempos. El Evangelio que hemos escuchado dice: “Conservaba todas estas cosas, meditándolas en su corazón” (Lc 2,19). Ella se nos presenta como un vaso siempre rebosante de la memoria de Jesús, al que podemos acudir para saber interpretar coherentemente su enseñanza. Hoy nos ofrece la posibilidad de captar el sentido de los acontecimientos que nos afectan a nosotros personalmente, a nuestras familias, a nuestros países y al mundo entero. Donde no puede llegar la razón de los filósofos ni los acuerdos de la política, allí llega la fuerza de la fe que lleva la gracia del Evangelio de Cristo y que siempre es capaz de abrir nuevos caminos a la razón y a los acuerdos.
Bienaventurada eres tú, María, porque has dado al mundo al Hijo de Dios; pero todavía más dichosa por haber creído en él. Llena de fe, has concebido a Jesús antes en tu corazón que en tu seno, para hacerte madre de todos los creyentes (cf. san Agustín, Sermón 215, 4). Madre, derrama sobre nosotros tu bendición en este día consagrado a ti, muéstranos el rostro de tu Hijo Jesús, que trae a todo el mundo misericordia y paz. Amén.
Papa Francisco