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Homilía pronunciada en el santuario de Czestochowa en la JMJ 2016

El apóstol Pablo nos habla del gran diseño de Dios: “Cuando llegó la plenitud del tiempo, envió Dios a su Hijo, nacido de una mujer” (Gá 4,4). Ningún ingreso triunfal, ninguna manifestación grandiosa del Omnipotente: él no se muestra como un sol deslumbrante, sino que entra en el mundo en el modo más sencillo, como un niño dado a luz por su madre. Así, contrariamente a lo que cabría esperar y quizás desearíamos, el Reino de Dios, ahora como entonces, “no viene con ostentación” (Lc 17,20), sino en la pequeñez, en la humildad.
El Evangelio retoma este hilo divino que atraviesa delicadamente la historia: desde la plenitud del tiempo pasamos al “tercer día” del ministerio de Jesús (cf. Jn 2,1) y al anuncio del “ahora” de la salvación (cf. v. 4). El tiempo se contrae y la manifestación de Dios acontece siempre en la pequeñez.
Así sucede en “el primero de los signos cumplidos por Jesús” (v. 11) en Caná de Galilea. No ha sido un gesto asombroso realizado ante la multitud, ni siquiera una intervención que resuelve una cuestión política apremiante, como el sometimiento del pueblo al dominio romano. Se produce más bien un milagro sencillo en un pequeño pueblo, que alegra las nupcias de una joven familia, totalmente anónima.

La tragedia del poder y la visibilidad
Este acto nos dice que el Señor no mantiene las distancias, sino que es cercano y concreto, que está en medio de nosotros y cuida de nosotros, sin decidir por nosotros y sin ocuparse de cuestiones de poder. Prefiere instalarse en lo pequeño, al contrario del hombre, que tiende a querer algo cada vez más grande. Ser atraídos por el poder, por la grandeza y por la visibilidad es algo trágicamente humano, y es una gran tentación que busca infiltrarse por doquier; en cambio, donarse a los demás, cancelando distancias, viviendo en la pequeñez y colmando concretamente la cotidianidad, esto es exquisitamente divino.

Dios nos salva haciéndose pequeño,cercano y concreto
Dios nos salva haciéndose pequeño, cercano y concreto:
• Dios se hace pequeño. El Señor, “manso y humilde de corazón” (Mt 11,29), prefiere a los pequeños, a los que se ha revelado el Reino de Dios (Mt 11,25); estos son grandes ante sus ojos, y a ellos dirige su mirada (cf. Is 66,2). Los prefiere porque se oponen a la “soberbia de la vida”, que procede del mundo (cf. 1 Jn 2,16). Los pequeños hablan su mismo idioma: el amor humilde que hace libres. Por eso llama a personas sencillas y disponibles para ser sus portavoces, y les confía la revelación de su nombre y los secretos de su corazón.
• Dios es cercano, su Reino está cerca (cf. Mc 1,15): el Señor quiere sumirse en nuestros avatares de cada día para caminar con nosotros. Como Iglesia estamos llamados a escuchar, comprometernos y hacernos cercanos, compartiendolas alegrías y las fatigas de la gente, de manera que se transmita el Evangelio de la manera más coherente y que produce mayor fruto: por irradiación positiva, a través de la transparencia de vida.
• Dios es concreto. El Verbo se hace carne, nace de una madre, nace bajo la ley (cf. Gá 4,4), tiene amigos y participa en una fiesta: el eterno se comunica pasando el tiempo con personas y en situaciones concretas. De modo particular,
habéis podido experimentar en carne propia la ternura concreta y providente de la Madre de todos, a quien he venido aquí a venerar como peregrino, y a quien hemos saludado en el salmo como “honor de nuestro pueblo” (Jdt 15,9).

María no se hace dueña ni protagonista 

Aquí reunidos, volvemos los ojos a ella. En María encontramos la plena correlación con el Señor: al hilo divino se entrelaza así en la historia un “hilo mariano”. Si hay alguna gloria humana, algún mérito nuestro en la plenitud del tiempo, es ella: es ella ese espacio, preservado del mal, en el cual Dios se ha reflejado; es ella la escala que Dios ha recorrido para bajar hasta nosotros y hacerse cercano y concreto; es ella el signo más claro de la plenitud de los tiempos.
En la vida de María admiramos esa pequeñez amada por Dios, que “ha mirado la sencillez de su esclava” y “enaltece a los humildes” (Lc 1,48.52). Él se complació tanto de María, que se dejó tejer la carne por ella, de modo que la Virgen se convirtió en Madre de Dios, como proclama un himno muy antiguo, que cantáis desde hace siglos.
En Caná, como aquí en Jasna Góra, María nos ofrece su cercanía y nos ayuda a descubrir lo que falta a la plenitud de la vida. Ahora, como entonces, lo hace con cuidado de madre, con la presencia y el buen consejo. Como madre de familia, nos quiere proteger a todos juntos. Que la Madre, firme al pie de la cruz y perseverante en la oración con los discípulos en espera del Espíritu Santo, infunda el deseo de ir más allá de los errores y las heridas del pasado, y de crear comunión con todos sin ceder jamás a la tentación de aislarse e imponerse.
La Virgen demostró en Caná mucha concreción: es una madre que toma en serio los problemas e interviene, que sabe detectar los momentos difíciles y solventarlos con discreción, eficacia y determinación. No es dueña ni protagonista, sino madre y sierva. Pidamos la gracia de hacer nuestra su sencillez, su fantasía en servir al necesitado, la belleza de dar la vida por los demás, sin preferencias ni distinciones. Que ella, causa de nuestra alegría, que lleva la paz en medio de la abundancia del pecado y de los sobresaltos de la historia, nos alcance la sobreabundancia del Espíritu, para ser siervos buenos y fieles.
Que, por su intercesión, la plenitud del tiempo nos renueve también a nosotros. De poco sirve el paso entre el antes y el después de Cristo, si permanece solo como una fecha en los anales de la historia. Que pueda cumplirse, para todos y para cada uno, un paso interior, una Pascua del corazón hacia el estilo divino encarnado por María: obrar en la pequeñez y acompañar de cerca, con corazón sencillo y abierto.