Tras el primer impacto, ya estamos acostumbrados. Las noticias sobre el ébola y su crueldad en una población desprotegida como es la africana, ya no es noticia. Nos imaginamos, sin sobresalto, como esta enfermedad es la conclusión para un número incontable de personas sin escapatoria. Mientras tanto, desde donde publicamos, en el primer mundo, hacemos cálculos de cuándo se puede erradicar esta pandemia.
Se dice que en nuestro siglo son frecuentes este tipo de ambigüedades: las injusticias más claras al lado de las constantes llamadas a la solidaridad. El fuero interno en el cual decimos resueltamente lo que debe ser para resolver los problemas del mundo, y el compromiso social en el que pensamos, casi exclusivamente, en lo nuestro, en nosotros y nuestro futuro.
Nuestra portada es un niño africano que toma la palabra. Queremos que ésta no sea silenciada. Es el signo de un pueblo que espera una oportunidad y que necesita lo que es suyo. Esa voz nos recuerda que las fronteras no son de derecho divino; que nadie ha decidido ser pobre y que cuando esto ocurre es consecuencia de una cadena de egoísmos de quienes piensan solo en sí mismos y se apropian de lo que es de otros. Si esto es un signo de la crueldad de nuestro mundo, en el seno de ella, los cristianos nos sentimos especialmente tocados. Sabemos que no podemos vivir de espaldas a la realidad ni silenciar los gritos de Dios reclamando justicia. Nuestro compromiso diario no será real mientras no nos dejemos afectar por cada vida sin futuro, cada muerte por hambre, cada esclavitud ideológica o cuando falta una bolsa de suero.
Ébola es casi sinónimo de vergüenza, porque es una enfermedad que denuncia todo lo que falta para que un ser viva como un humano. Es verdad que también nos ofrece abundantes signos de solidaridad. Hay muchos laicos y religiosos que están viviendo y muriendo en directo con quien sufre. Ellos nos recuerdan con su entrega callada que la vida merece la pena cuando se regala. Ellos, sin reclamar nada, nos ayudan en ese examen de conciencia que quienes discípulo de Jesús, debe hacerse diariamente. Ellos remueven las entrañas de quien, como tú y yo, seguimos esperando para comprometernos. Lo hacen con una pregunta directa y de siempre: «¿qué has hecho con tu hermano?».
Son tiempos globales, de mundo. No de primer mundo. Por mucho que empleemos nuestro esfuerzo en asegurarnos o de entender los indicadores económicos de nuestra sociedad organizada; por mucho que dispongamos de bienes e incluso los ofrezcamos y celebremos en nuestros círculos parroquiales, si no cambia nuestro concepto de la fraternidad universal, del compromiso diario, del consumo, de las fronteras abiertas, de la sinceridad… Seguiremos siendo ricos que conviertan el evangelio en un elemento más de la «gran superficie» de la que abastecen su fe sin sobresaltos. Y una fe que no sorprenda y altere, no es fe.
Francisco Javier Caballero, CSsR
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