Hoy somos nosotros los que pronunciamos con fe, esperanza y amor el nombre del Señor.
Y somos nosotros los que, en la intimidad del corazón, también escuchamos hoy al Señor que proclama: “Señor, Señor, Dios compasivo y misericordioso, lento a la ira y rico en clemencia y lealtad”. Lo escuchamos, y la fe evoca los prodigios que el Señor ha realizado para liberar a su pueblo de la esclavitud de Egipto.
Lo escuchamos, y recordamos la compasión de Dios hecha carne en Cristo Jesús, una misericordia infinita que desde la cruz de Jesús abraza a toda la humanidad, un misterio de clemencia que abraza y cubre de besos a los hijos que hambrientos regresan a la abundancia de la casa paterna, un misterio de fidelidad que el pecado de los hijos no hace más que resaltar. “Oh Dios, tú eres mi Dios, por ti madrugo; mi alma está sedienta de ti; mi carne tiene ansia de ti”.