Una boda siempre es motivo de alegría en una familia, entre los amigos de los cónyuges. Es un día esperado, preparado con esmero, hay nervios y mucha emoción. No es para menos, pues lo que en ella se celebra no es otra cosa que el amor, el amor entre dos personas que deciden prometerse vivir para siempre la una con la otra, ser apoyo constante y recíproco. Es un día especial para los novios, que se expresan en este día todo el amor que se han tenido, se tienen y se tendrán en su vida. La Sagrada Escritura está llena de bodas entre varios de sus personajes, y en todas, o al menos en su gran mayoría, lo que las caracteriza es esa Alianza de Amor entre esas dos personas. No obstante, y más importante, todas ellas son expresión de una realidad que se plasma en todas las páginas de la Biblia: la boda que Dios quiere hacer con todo su pueblo, expresión de la realidad del amor que Él tiene por nosotros.
Una promesa de Amor
Si tuviéramos que resumir todas las páginas de la Biblia en una palabra, para dar a conocer la relación que Dios quiere tener con su pueblo, ésa sería “Alianza”. Dios establece gratuitamente una alianza con su pueblo, un pacto de amor entre Él y su pueblo, para llevarlo a la Salvación, y Dios sólo pide una cosa: que al igual que Él ama a su pueblo, su pueblo está llamado a amarle también de modo exclusivo, como el amor exclusivo y fiel que se tienen los cónyuges. Los libros de los profetas están llenos de estas referencias, de tal suerte que podemos tomar como ejemplo a Ezequiel: «Entonces pasé yo junto a ti y te vi. Era tu tiempo, el tiempo de los amores. Extendí sobre ti el borde de mi manto y cubrí tu desnudez; me comprometí con juramento, hice alianza contigo – oráculo de Yahveh – y tú fuiste mía» (Ez 16, 8).
En estos desposorios de Dios con su pueblo, Dios no se cansa de amar y no está dispuesto a romper esta alianza amorosa con él. Por eso, aunque el pueblo no corresponda del todo con ese amor, aunque se desvíe de esa relación con su Dios y ame más a otros “dioses” (Baales), su promesa de amor es tan grande y fiel, que siempre permanece para aquellos a los que ha elegido para el amor: «Y sucederá aquel día – oráculo de Yahveh – que ella me llamará: «Marido mío», y no me llamará más: «Baal mío». Yo quitaré de su boca los nombres de otros dioses, y no los llamarán más por su nombre«.
La alegría de la Salvación
Cuando el Hijo de Dios vino a este mundo, no quiso otra cosa que manifestar el Reino de Dios, como expresión de la Salvación que nos regala, y para ello, también se sirve de esta imagen de las nupcias, dando así cuenta del amor salvífico y redentor de Dios para con nosotros. Así, nos presenta el evangelista san Juan el primer signo de Jesús: las conocidas bodas de Caná (Jn 2, 1-11. En ellas, convierte el agua en vino y expresa así la alegría del Reino de Dios, que se hace presente ya en la tierra: la misma alegría que se comparte en unas bodas es la alegría que Dios tiene y que nos reitera con su alianza de amor. También en Mateo leemos: «Mirad, mi banquete está preparado, se han matado ya mis novillos y animales cebados, y todo está a punto; venid a la boda.» (Mt 22, 4), aunque después Mateo remarque que no todos quisieron ir a la boda, pues prefirieron ocuparse de otras cosas.
El último libro de la Biblia, el Apocalipsis, también hace referencia recopiladora de toda esta imagen esponsal de Dios con su pueblo. En éste, se celebra que las nupcias entre Dios y los hombres ya se han cumplido en Cristo (el Cordero). Su resurrección ha supuesto la gran fiesta del Amor de Dios por su pueblo, la ratificación de esa Alianza y el cumplimiento definitivo de las promesas. Ante esto, a nosotros (la Esposa) sólo nos cabe responder con amor y engalanarnos con una alegría desbordante:
«Alegrémonos y regocijémonos y démosle gloria, porque han llegado las bodas del Cordero, y su Esposa se ha engalanado.
Dichosos los invitados al banquete de bodas del Cordero«
(Ap 19, 7-9).
Carlos Diego Gutiérrez, CSsR