El templo de Apolo en Delfos recibía a sus visitantes con la máxima: «Conócete a ti mismo». Nueve siglos después, San Agustín mejoró el aforismo añadiéndole un propósito, o dos: «Conócete, acéptate, supérate». Que cada cual decida, una vez hecho el análisis y habiéndose aceptado, aunque sea a regañadientes, en qué puede o debe superarse.
¿Cómo hace uno para conocerse a sí mismo?
Disponemos de tres vías principales y no excluyentes: mirar hacia dentro, pedir opinión o consejo, y compararse. La primera es un camino plagado de esas “trampas en el solitario” que solemos hacernos para no salir muy mal retratados. La segunda requiere valentía, porque supone colocarnos frente al espejo, el de otro, quizá más sabio, quizá no, que nos devuelve una imagen no siempre amigable. La nómina de consejeros es larga: pitonisas de los oráculos griegos, Padres del Desierto, confesores, amigos, psicólogos o coaches de hoy día. La tercera es la comparación, que consiste -de manera llana- en mirar a otros y extraer conclusiones. Una tarea también repleta de peligros.