Se vive con más intensidad en la juventud. Se espera y se sueña. Normalmente se asocia a un tiempo en el cual quien guía y programa es la libertad. Cuando somos adultos las estaciones se parecen mucho más. Hay incluso quien toda su vida no conoce más que un «largo invierno». Pero querámoslo o no, aquí está un nuevo verano. Un tiempo diferente.
Se ralentiza el ritmo, y aparentemente se para la vida. Un mundo como el nuestro que vive en vorágine, hasta deja de producir noticias. Quien desee notoriedad, que no lo manifieste en verano porque se reduce mucho el público. Sin embargo, en el tiempo estival seguimos siendo quienes somos y, en nuestro caso, el compromiso cristiano no puede tomar vacaciones, aunque cambien los horarios.
Hace años que preocupa mucho cómo en las vacaciones veraniegas se dan los índices más altos de insolidaridad y desinterés por el otro. No pocos ancianos quedan solos o sin visitas, por los cristianos y sus grupos descansan. Los dispensarios de atención, orientación y acompañamiento de los transeúntes, también cambian sus horarios de atención, aunque quien vive en la calle sigue teniendo el mismo horario: de sol a sol. Parece que hay cristianos que, incluso, en verano se dan unas vacaciones de misa… porque «hay que descansar». Algunos jóvenes se comprometen también al ritmo de las estaciones, entendiendo que estos meses son para pensar en sí mismos…
Podríamos hacer un elenco grave y grande de cómo no hemos entendido que el compromiso cristiano es un estilo de vida de siempre y para siempre, sin estaciones. No obstante, el estío, también aporta a nuestra vida la necesaria oportunidad del refresco y la actualización; la contemplación y el silencio. Se me ocurre que este verano, cada uno de nosotros, podemos acercarnos a un misterio casi olvidado, el silencio. Y desde él recrear nuestra vida comprometida con el Reino. Preguntarnos, con paz y lentitud, cuantos ruidos perturban el seguimiento. Cuantos «dioses» llenan nuestro corazón de manera que hemos creado una pertenencia cristiana bien pagana. Podemos disfrutar de la lentitud de las horas de este tiempo para saborear el don de la vida, de la relación, de la armonía. Podemos, en fin, agradecer la fe y, gracias a ella, descubrir que la llamada de Dios, no nos pide renunciar a nosotros, ni siquiera que no disfrutemos y descansemos, sino que nos invita a crear un mundo nuevo, porque el que así vive, sabe que en su corazón, no hay vacaciones.
Francisco Javier Caballero, CSsR