Hay una alegría apenas perceptible que se dibuja en nuestro rostro –casi sin darnos cuenta- cuando conectamos con la raíz de la vida. No es escandalosa, ni excesiva pero nos reconcilia con el pasado y nos equipa para el futuro. Es la alegría sensata, sencilla y honesta del trabajo bien hecho, de la ayuda prestada, del servicio desinteresado, de los momentos compartidos, de la vida entregada… Sosteniéndola, los cristianos vivimos un acontecimiento, el Reino de Dios; una persona, Jesucristo, muerto y resucitado por cada uno de nosotros; y una certeza: la muerte no tiene la última palabra.
Quizá durante estos días hemos ensalzado las sombras, la penitencia y la cruz… y, por ello, se nos puede olvidar el acto final: encontrarnos con el Resucitado, con la “vida viva”. Y es que “su resurrección no es algo del pasado, entraña una fuerza de vida que ha penetrado el mundo… es una fuerza imparable” (EG 276) que nos invita, también, a recrearla con un lenguaje celebrativo y posible mucho más expresivo que el de la muerte. A una buena parte de nuestro mundo le ocurre que detrás de la muerte ya no logra situar otro acto más grande, más noble o más generoso. La resurrección, para los cristianos, es precisamente ese convencimiento de un final real, posible, auténtico y palpable. Nuestras palabras y gestos tienen que anunciar eso. Nada menos.
El escepticismo y la sospecha del pensamiento, nos lleva a creer que la Pascua no es nuestro triunfo o que en la alegría no se necesita compañía, como si Dios no nos quisiese alegres cuando es Él la raíz última y auténtica de la alegría cristiana. Sin embargo, si algo es la Pascua, es aquella alegría que nadie nos podrá robar jamás. Alegría porque hemos sido llamados a la vida, a participar en este milagro asombroso de la existencia y pudimos no serlo; porque hemos sido llamados a la fe, porque la hemos recibido como don y tarea; porque Él nos amó primero sin esperar o tener en cuenta nuestros méritos, así sin preguntar si éramos merecedores o no, simplemente porque quiso nos amó; porque en nosotros sembró esa capacidad de amar que, en ocasiones, tenemos intacta y podemos renovar cada día; porque nuestro Dios nos ama tanto que no podemos ni imaginarlo, ni comprenderlo, ni si quiera soñarlo; porque Cristo, con su muerte y resurrección, quiso amarnos incluso en ese trago tan amargo; porque sabemos que, las contrariedades y contradicciones de la vida, adquieren sentido desde la resurrección; porque Él no nos ha abandonado, sigue con nosotros, camina a nuestro lado; porque nos dejó la tarea de evangelizar, de anunciar un mundo mejor; porque nuestros nombres están escritos en el libro de la vida; porque nos ha nombrado testigos de su amor y ésta es la más hermosa de las tareas que podemos hacer; alegría porque…
Me pregunto si en este tiempo de tanto programa y promesa, alguien puede ofrecer siquiera algún “virus” de alegría que se acerque ligeramente al acontecimiento: un hombre, Jesús, encarnado, por ti y por mí, ha vencido la muerte. Por eso, pocas palabras y gestos claros que griten que lo nuestro es la vida, solo la vida donde habita la alegría.
Francisco Javier Caballero, CSsR