En un tiempo en el que todo se consume, da miedo aludir al perdón. Es, probablemente, el signo más preclaro de que Dios hace camino con el ser humano. Si no fuera por él y por su gracia, nos sentiríamos siempre justificados para no dar un paso hacia el encuentro de quien nos faltó, nos ignoró o nos despreció. Pero el perdón es la base de la fe y la comunión; es el hilo conductor del Reino y de la pertenencia eclesial. Todos los discursos y grandes tejidos ideológicos y culturales se resumen en algo tan sencillo y directo como la limpieza de nuestro corazón y la capacidad para perdonar. La argumentación del mundo de las ideas es tratar de convencernos unos a otros. El perdón, sin embargo, es un vuelco en el pensamiento y también en la justicia. Es “el mundo del revés”, en el que desaparece el mérito y la deuda; la gratificación y el reconocimiento; el te doy para que me des… En ese mundo del revés que reivindica el perdón, queda sola la persona, limpia, hija de Dios, reconocida y amada por serlo; queda Dios, Padre, compañero de camino, con amor generoso como para que nadie ande reclamándoselo a otro, y quedan los otros, los hermanos y hermanas, los prójimos y próximos. Quedan todos los que hacen que nuestra vida sea comunión, intercambio, encuentro y discernimiento. Queda el regalo de una humanidad que Dios Padre convierte en hermana, convocada a la misma suerte de salvación y esperanza que yo, e invitada a descubrir la capacidad sorprendente de nueva vida que tiene la reconciliación.
No hay experiencia de calado tan profundo como el proceso regenerativo que vivimos, cuando recibimos y damos perdón.
Las mejores capacidades y donaciones brotan cuando experimentamos, en propia carne, poder empezar de nuevo, sabernos valorados en lo que ya somos, independientemente del merecimiento que podamos tener. Prodigar esa experiencia entre nuestros contemporáneos es hacer Reino, construir humanidad, caminar en sentido de Iglesia. Algunos análisis simplistas, sobre lo que está ocurriendo con el sacramento de la reconciliación, concluyen que la gente ha dejado de confesarse… Es una forma de no decir nada y, además, no querer entender cómo y por dónde va el perdón de Dios. Lo preocupante es que nuestra sociedad ha dejado de necesitarse, de vivir en comunión. Las rupturas forman parte del guion de una suerte de supervivencia, en la cual lo importante es triunfar. De ahí, es fácil deducir que haya caído la búsqueda sacramental del perdón. Por eso, el camino que este tiempo nos pide es sembrar encuentro, acercar posturas, abrir diálogos y persuadir del valor inmenso de saber celebrarlo ante Dios, dejándonos reconciliar por él.
Francisco Javier Caballero, CSsR
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