La ambigüedad de la vida nos lleva a reivindicar las cosas sencillas desde los argumentos más complejos. Es uno de los signos de esta sociedad obesa y satisfecha que hemos configurado.

También los cristianos estamos en esa búsqueda de esencialidad. ¿Qué será lo más urgente para este tiempo histórico? ¿Qué habremos de significar y cuidar? ¿Qué podemos dejar de hacer para no agrandar más cansancio?.

Hay tiempos y etapas en la vida donde parece que no pasa nada. Son esos momentos en los que, a mi modo de ver, de manera mejor, podemos buscar la esencialidad sin motivaciones externas, sin pretextos o sin estímulos que frecuentemente nos sacan de la normalidad. Conquistar la verdad en la vida diaria hace auténtica no solo nuestra persona, sino la esencialidad de la fe. Creer, aceptando el paso de Dios en la sucesión de los días, nos permite aprender un ejercicio de fidelidad que, sin duda, nos acerca a la autenticidad.

La clave es vivir con arte. Ofrecer la vida. Recrearla y abrirla para que, en ella, seamos capaces de recibir a los demás como regalo, enseñanza y oportunidad. El paso primero es abrazar la normalidad y así silenciar el cúmulo de ruidos con que frecuentemente llenamos lo que entendemos por creer. 

Con frecuencia podemos reducir nuestro compromiso de discípulos a una sucesión de actos externos, vivir y mostrar solo para que nos vean y urgidos no tanto por la llamada de Jesús, cuanto por la llamada de nuestro afán de protagonismo.

Es indudable que celebramos en comunidad lo que vivimos en privacidad. Una celebración es auténtica expresión de fe cuando compartimos lo que creemos. Es, por el contrario, una auténtica obra teatral cuando solo nos preocupamos de nuestro lugar, nuestra apariencia o el resultado estético de la misma. Si a la vida personal le falta el abrazo de la normalidad, no es menos cierto que a nuestras asambleas, grupos y comunidades… también. El clamor de la esencialidad que compartimos todos en la Iglesia, frecuentemente, lo ofrecemos siendo esclavos de medidas absolutamente estéticas y vacías.

Me gusta pensarme como un discípulo. A veces despistado y siempre enamorado. Y me gusta hacerlo viendo al Maestro. Contemplándolo. Tratando no solo de seguir sus pasos sino entendiendo su corazón. Me guata y necesito ese silencio al lado de Jesús. Sin más, silencio en Él y con Él. Justamente ahí se desencadena en mi interior unas ganas inmensas de comunidad. De contar y compartir con otros y otras las verdades que no necesitan texto. Las que consiguen cambiar el corazón porque tienen la fuerza de ser vida y ganas de vivir desde el evangelio. Son esas las raíces profundas del cambio. El que crea comunión y fraternidad. El que hace posible una cuaresma que sea verdaderamente nueva, la única que tienes ante ti para descubrir a Dios. Y sin embargo, todo esto sucede cuando parece que no pasa nada. Solo pasas tú… y dejas que Él pase por ti.

Francisco Javier Caballero, CSsR