Homilía del Papa Francisco en la vigilia de oración por el sínodo de la familia Roma, sábado 4 de octubre de 2014
Queridas familias ¡Buenas noches! Anochece ahora en nuestra asamblea. Es la hora en que se vuelve a casa de buen grado, para encontrarse en la misma mesa, en el espesor de los afectos, el bien cumplido y recibido, de los encuentros que calientan el corazón y lo hacen crecer, vino bueno que anticipa en los días del hombre la fiesta sin ocaso.
Y también es la hora que más pesa para el que se encuentra cara a cara con su propia soledad, en el crepúsculo amargo de sueños y proyectos quebrados: cuántas personas arrastran sus días en el callejón sin salida de la resignación, del abandono, e incluso del rencor; en cuántos hogares ha faltado el vino de la alegría y, por lo tanto, el sabor – la misma sabiduría – de la vida…
De los unos y de los otros, esta noche, nos hacemos voz con nuestra oración. Es significativo que –incluso en la cultura individualista que desnaturaliza y hace efímeros los vínculos– en cada nacido de mujer permanezca vivo un anhelo esencial de estabilidad, de una puerta abierta, de una persona con la cual entretejer y compartir la historia de la vida, una historia a la cual pertenecer. La comunión de vida asumida por el esposo y la esposa, su apertura al don de la vida, la custodia recíproca, el encuentro y la memoria de las generaciones, el acompañamiento educativo, la transmisión de la fe cristiana a
los hijos…: con todo esto la familia sigue siendo escuela incomparable de humanidad, contribución indispensable para una sociedad justa y solidaria (Cf. Exhortación Apostólica Evangelii gaudium, 66-68).
Y cuanto más profundas son sus raíces, más se puede salir y llegar lejos en la vida, sin perderse ni sentirse extranjeros en ningún lugar. Este horizonte nos ayuda a comprender la importancia de la Asamblea sinodal. Ya el ‘convenire in unum’, alrededor del Obispo de Roma, es un evento de gracia, en
el que la colegialidad episcopal se manifiesta en un camino de discernimiento espiritual y pastoral. Para buscar lo que el Señor le pide hoy a Su Iglesia, debemos escuchar los latidos de este tiempo y percibir el ‘olor’ de los hombres de hoy, hasta quedar impregnados de sus alegrías y esperanzas, sus tristezas y angustias (cf. Gaudium et Spes, 1): entonces sabremos proponer con credibilidad la buena noticia sobre la familia.
Sabemos, en efecto, que en el Evangelio hay una fuerza y una ternura capaces de vencer lo que crea infelicidad y violencia. ¡Sí, en el Evangelio está la salvación que colma las necesidades más profundas del hombre! De esta salvación como Iglesia, somos signo e instrumento, sacramento vivo y eficaz (cf. Evangelii gaudium, 112.). Si no fuera así, nuestro edificio sería sólo un castillo de naipes y los pastores se reducirían a clérigos de estado, en cuyos labios el pueblo buscaría en vano la frescura y el “olor a Evangelio” (EG, 39).
Emergen así también los contenidos de nuestra oración. Al Espíritu Santo, pidámosle para los Padres Sinodales, ante todo, el don de la escucha:escuchar a Dios, hasta escuchar con Él el clamor del pueblo; escuchar al pueblo, hasta respirar en él la voluntad a la que Dios nos llama. Junto con la escucha, invoquemos la disponibilidad a confrontarnos de forma sincera, abierta y fraterna, que nos lleve a asumir con responsabilidad pastoral los interrogativos que este cambio de época trae consigo. Dejemos que se derramen en nuestro corazón, sin perder nunca la paz, sino con la confianza serena en que, a su tiempo, el Señor no dejará de volver a conducir hacia la unidad.
La historia de la Iglesia ¿no nos presenta acaso tantas situaciones análogas, que nuestros padres supieron superar con obstinada paciencia y creatividad? El secreto está en una mirada: y es el tercer don que imploramos con nuestra oración. Porque, si de verdad queremos verificar nuestro pasado en el terreno de los desafíos contemporáneos, la condición decisiva es mantener nuestra mirada fija en Jesucristo -Luz de los pueblos- detenernos en la contemplación y en la adoración de su rostro. Si asumimos su manera de pensar, de vivir y de relacionarse, no tendremos dificultades para traducir el trabajo sinodal en indicaciones y caminos para la pastoral de la persona y de la familia. De hecho, cada vez que volvemos a la fuente de
la experiencia cristiana, se abren nuevos caminos y posibilidades inimaginables. Es lo que deja intuir la indicación evangélica: «Haced todo lo que él les diga» (Jn 2,5). Son palabras que contienen el testamento espiritual de María, «amiga siempre atenta para que no falte el vino en nuestras vidas» (EG, 286). ¡Hagámoslas nuestras!
Entonces, nuestra escucha y nuestro confrontarnos sobre la familia, amada con la mirada de Cristo, se volverán una oportunidad providencial para renovar -siguiendo el ejemplo de San Francisco– a la Iglesia y a la sociedad. Con la alegría del Evangelio, volveremos a encontrar el camino de una Iglesia reconciliada y misericordiosa, pobre y amiga de los pobres; una Iglesia capaz de «triunfar con paciencia y caridad en sus aflicciones y dificultades,
tanto internas como externas» (Lumen gentium, 8). Pueda soplar el viento de Pentecostés sobre los trabajos sinodales, sobre la Iglesia, sobre la humanidad entera. Desate los nudos que impiden a las personas encontrarse, sane las heridas que sangran, reavive la esperanza. Nos conceda aquella caridad creativa que permite amar como Jesús amó. Y nuestro anuncio olverá a encontrar la vitalidad y el dinamismo de los primeros misioneros del Evangelio.