Son tiempos desconcertantes. Hay muchas luces, muy diferentes y provenientes de lugares diversos. La pluralidad siempre es un reto.
La tentación maniquea de contrastar el ayer con el hoy tiene de cierto que, efectivamente, estamos en un tiempo nuevo, insospechado y claramente distinto a lo vivido antes. Esta constatación, sin embargo, no es fácil vivirla con paz. Constantemente vuelve a nosotros la ingenua seguridad de pensar que hacer las cosas como las hicimos, o pensar como siempre hemos pensado es lo correcto.
Estamos en el mes de Pentecostés. La pluralidad y riqueza; la fuerza del Espíritu. La novedad de palpar que, en verdad, Dios hace nuevas todas las cosas. Todos, como Iglesia y como mundo, estamos llamados a reconocer que nuestro Dios nos quiere distintos. Todos invitados a la apertura de leer la vida como se nos presenta: diversa, con momentos radiantes y otros anodinos; con personas de coincidencia y de divergencia; con afines y distantes; con llanto y con risa. Todos conmovidos a entender que las cosas son como son y no como quiero verlas. Todos, impulsados a renovar la fe, para aprender a mirar con los ojos de Dios que son los que nos ayudan a aceptar el mundo, la vida, las personas y acontecimientos, como obras de arte, signos de su amor y propuesta de riqueza para cada uno y para nuestros grupos y comunidades.
Pero lo cierto es que la diversidad nos duele y, no pocas veces, tratamos de apagarla. Buscamos un «todo igual» que no nos moleste. Tendemos a relacionarnos con los que piensan como nosotros, a movernos con los que tienen nuestras mismas posibilidades, cultura o credo. ¿No estará pidiéndonos Dios, que este Pentecostés signifiquemos nuestra apertura al diferente? ¿Cuánto hace que no comparto con quien no es como yo? ¿Cuántas veces he despreciado algo o alguien sencillamente porque no piensa lo mismo que yo?
A los cristianos se nos entiende no por nuestra capacidad para decir lo que creemos, sino por el amor que ponemos en lo que hacemos. En alguna ocasión nuestras parroquias no han sabido atraer, ni persuadir… solo porque no somos capaces de amar la verdad, aunque cantemos y celebremos el amor.
Pentecostés nos habla de puertas abiertas y de perder el miedo. Nos habla de un grupo de hombres y mujeres –entre ellas María– que recibieron una fuerza que no tenían, para amar sin medida. Junio es el mes del Perpetuo Socorro, la Madre en la que todos caben y a todos quiere. Los que un día nos sentimos mirados y comprendidos en esos ojos de socorro, alivio y consuelo tenemos que ofrecer en nuestro entorno, solo una cosa, comprensión y puerta abierta. María el Perpetuo Socorro nos recuerda, este año, que el calor de cantar, celebrar, decir y proponer «libertad y comprensión», pasa por aprender a vivir con quien está a nuestro lado y dejarnos enseñar por él. Aunque sea distinto.
Francisco Javier Caballero, CSsR