Cuando somos capaces de escuchar el silencio que nos habita, se abre ante nosotros un espacio casi infinito y desconocido… Es la anchura del silencio. Si, además, permanecemos en él y no salimos corriendo a abrazar la seguridad del ruido, la vida se irá, poco a poco, transformando. El silencio es un lugar de oportunidades, una ardua travesía; como un agrietar el alma para, a través de esa hendidura, encontrar la razón y el sentido de la vida que es la paz que Dios nos regala.
Nuestra sociedad líquida nos ofrece, continuamente, entretenimiento y ruido al por mayor, sin dejarnos ni un instante para el silencio. Quizá sea más fácil vivir inmersos en esa corriente de ruido que se olvida del prójimo y, a veces, de uno mismo. Puede que estemos llamados a ser autómatas que consumen, repiten y calcan hábitos prediseñados en las oficinas de las grandes multinacionales. Pero,
puede, también, que el ser humano –en general–, y el cristiano –en particular–, tenga una palabra que nace del libre albedrío en el que Dios nos ha engendrado. Esta ha de nacer de la contemplación silenciosa de la vida y de la acción callada de Dios en ella.
No podemos acudir al silencio como el que ya conoce la respuesta. Al silencio se acude por mera gratuidad y él se irá encargando de innovar nuestra visión desde su peculiar pedagogía. Martín Scorsese, director de cine norteamericano que en su juventud fue seminarista, ha hecho una gran aportación al cine con su última película: Silencio. En ella dos jesuitas acuden a Japón en el siglo XVII para reencontrarse con el que había sido su formador y que, según cuentan, había apostatado de la fe cristiana ante las continuas torturas o la posibilidad del martirio. A lo largo de la película el silencio está omnipresente, se palpa, y, lo más aterrador, hasta se escucha el silencio de Dios. No hay respuestas, solo preguntas, no hay compensaciones, solo intuición y gratuidad. No hay acicates para seguir a Jesús, solo la cruz… Desde ahí solo puede emerger el abrazo de la duda, el sí gratuito que no espera nada a cambio, la opción de dejarse habitar por Dios, incluso, dudando de su propia existencia… Desde ese silencio emerge lo más valioso para el ser humano: nace la fe.
Desde ese silencio emerge lo más valioso para el ser humano: nace la fe
Han sido muchos los que nos han precedido en la fe, aquellos que, además, han experimentado esa ausencia silenciosa o esa herida callada que, sin embargo, no les ha impedido llevar a cabo la misión que sentían encomendada por Dios. Quienes han apoyado su fortaleza en la debilidad de saberse contemplados en el silencio de Dios, son ejemplo de fe y fuerza para quienes hoy buscamos creer.
Francisco Javier Caballero, CSsR
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