En el octubre misionero se conmueven nuestras entrañas de cristianos ante la realidad necesitada de amor. Algunos piensan que a los cristianos nos encanta preocuparnos o, incluso, que nos cuesta disfrutar y permitirlo a los demás. Sabemos que no es así, aunque a veces mostremos más la desesperación que la confianza en quien guía la historia.
Diariamente estamos viendo imágenes del éxodo que una buena parte de nuestra humanidad vive. Las escenas de un camino sin destino: trenes y autobuses llenos a rebosar… niños, madres y padres con miradas de desesperación entran en nuestros hogares con el descaro que este tiempo de vértigo permite. Simultáneamente vivimos desde la comodidad, la lucha con la muerte que tienen otros. Nos tememos que no ha cambiado mucho la vida de quienes escribimos o leemos este texto, pero algunas miradas de quienes ven en nuestros hogares, nuestras calles y parroquias la tierra prometida, no se nos olvidarán. No hemos cambiado, pero somos diferentes.
Junto con las masas de personas refugiados, sin hogar, vienen también los problemas. Algunos han empezado a advertir que no se admita indiscriminadamente. Nuestros políticos se reúnen, sin acuerdo, para hablar de cuotas, de números. Unos y otros, también nosotros, encontramos la justificación en afirmar y creer que no queremos esta situación, pero no acabamos de estar dispuestos a renunciar a mínimos de confort, para que la justicia que Dios quiere llegue al más débil: el que se ha quedado sin país, sin tierra, sin orígenes o sin familia.
A los cristianos no nos gusta preocuparnos, pero nos encanta la justicia de Dios. Hemos descubierto que el camino del Señor con ideas que nos emocionan: «Amaos unos a otros», tiene también unos compromisos: «Parte tu pan con el pobre» o deja tu ofrenda, tu reunión, tu grupo y… «vete a reconciliarte con tu hermano». No hemos dado muchos pasos efectivos, pero se están moviendo los corazones. Y todo por una mirada. Una honda mirada ante un niño yacente en una playa y unas palabras, sin rodeos, de un anciano Papa en la Plaza San Pedro. Parroquias, congregaciones y muchos cristianos anónimos no pueden soportar el peso de una mirada que les ha revuelto las entrañas y ya no pueden hacer como si nada pasase. El compromiso cristiano de este tiempo pasa por el Éxodo, por la tierra prometida y saber compartir y celebrar la vida con todos y para todos.
Una mirada ayuda más que las palabras ¡Hay tanta saturación de discursos y mensajes! ¡Hay tantas palabras que nos tranquilizan! Somos expertos en este tiempo en poner letra a las cosas. Las describimos, analizamos y hasta las matizamos. Sabemos mucho, pero a veces basta una mirada para descubrir que todavía no sabemos lo que es amor. Y si no lo sabemos, no hemos conocido a quien nos enseñó a amar… aunque ejerzamos de cristianos. En nuestra pastoral, nuestros grupos y reflexiones, quizá llegue el tiempo del silencio. Contemplar la realidad de quien huye o tiene miedo; de quien mata y se aprovecha; de quien vende o mercadea con las vidas de sus semejantes… y sin llenarnos de palabras, poner nuestras manos y bienes en una causa común: la justicia del Evangelio.
Francisco Javier Caballero, CSsR
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